Hace un año, en estas fechas, me encontraba en el campo de refugiados de Idomeni (Grecia).
En el primer momento que llegué, pensé: “No están tan mal”. Era un día soleado. Las hileras de tiendas de campaña de colores rompían la monotonía de las vías del tren. El lugar del asentamiento era amplio. Los niños correteaban arriba y abajo, como en cualquier parte del mundo. Diversas asociaciones se encargaban de distribuir alimento entre los refugiados.
Pero aquella primera impresión, como de alivio, que había generado mi mente pronto se vio truncada por la realidad. Cuando lucía el sol, dentro de las tiendas el calor era insufrible. Cuando llovía, aquello se convertía en un barrizal inhumano, donde todo quedaba empapado durante días.
Los refugiados tenían que hacer largas colas de espera para todo: para comer, para conseguir agua, para ir al médico. Cada día, tenían que esperar y esperar, para que les acabasen dando un plato de comida que nada tenía que ver con los sabores a los que estaban acostumbrados en su país.
Cada familia cargaba con un drama a sus espaldas. Una madre me contaba que su hijo de 14 años había conseguido llegar a Alemania. Estaba contenta, porque había podido huir de aquello, pero a la vez terriblemente preocupada ¿Qué suerte correría un niño, solo, sin ningún apoyo familiar, en un país desconocido?
Una niña me miraba fijamente a los ojos cuando me decía que su madre había muerto en un bombardeo en Alepo.
Unos jóvenes me explicaban que antes ellos iban a la universidad, salían con sus amigos… pero la guerra lo había destruido todo, y ahora llevaban meses acampados aquí, en las vías, sin hacer nada. Con veintitantos años y no poder hacer otra cosa que esperar. Todo el día esperando a que abran la frontera y puedan dirigirse a un país sin guerra donde volver a iniciar su vida.
Algunos se cansaron de esperar y, con lo poco que tenían, huyeron a las montañas, con la esperanza de encontrar un punto débil donde poder atravesar la frontera. Cuando me cruzaba con ellos, no se me ocurría otra cosa que decirles “Good luck”.
Gente normal, con vidas normales: maestros, abogados, artesanos, comerciantes, músicos, estudiantes… Nunca se hubieran imaginado que se verían atrapados en una situación com esta. Y esto pasaba, y sigue pasando, ahora, en Europa. En nuestra moderna y avanzada Europa.
Podríamos ser nosotros.